jueves, 2 de agosto de 2012

Cuento de una tarde triste


Había días en que la brisa agitaba con fuerza a las palmeras que se encontraban en el jardín de atrás. Algunas ocasiones los pájaros arribaban en ellas y se les podía escuchar cantar hasta tarde.
            Me encontraba en el interior de la recámara que daba al jardín. Acostumbraba a tirarme a su lado: él, en el sillón frente al televisor, de vez en cuando intercambiaba palabras. Los últimos días parecía que ya no podía soportarlo más. Su sola existencia le era demasiada. Nada lo ilusionaba, nada lo hacía sonreír y a donde quiera que fuere, todos, de alguna manera eran sus enemigos o sus paleros con lástima. Quizá en realidad les fuera antipático a algunos, pero a veces creo que se anticipaba a interpretar sus acciones en contrario o en miras de afectarlo.
            Me había buscado a medio día para hacerle compañía, como de costumbre, llegué y me tire a su lado. Bebía whisky y disfrutaba de su cinta favorita. Me invitó una bebida y con la mirada perdida,  reafirmo su deseo de muerte. Ya no me era raro, y confieso que ese deseo de morir era latente desde que lo había conocido. Pero en esta ocasión algo había cambiado, el ambiente era turbio, lo sentía pesado, como esas veces que sientes que un agujero en el vacío succiona tu energía, te roba el espíritu.
            Un día antes Natalia le había contado de su nuevo amor. Ver que le afectaba tanto me llenaba de coraje, ¿por qué la quería? Estaba segura que su deseo de muerte era por esa causa. ¿Le importaba más que ella estuviera con otro y el dolor que eso le causaba que la vida de su hija marcada por el suceso de su muerte? Parece ser que sí.
            Nunca comprenderé a los hombres, lo digo, porque a mi padre parecía afectarle igual, la diferencia es que él no buscaba morir. Ahora intentaba reparar el daño, tuvo que perderlo todo para encontrarse.
            Esa tarde su rostro pálido y desencajado, se descomponía a cada palabra enunciada. Me irritaba saber que estaba así por ella, era frustrante, el simple hecho de saberlo me enardecía. Pensar que estaba movido a la muerte por el abandono de una mujer me parecía injustificable.
            Sin escuchar razones, pues la evasiva siempre fue su escudo, me pidió que esperara a que su hermano llegará pues quería decirle qué hacer al momento de su muerte.
            José se mostraba incrédulo y enojado, le molestaba la actitud de su hermano. Pero sé que en el fondo, sentía una desesperación terrible de no saber qué hacer para que aquél hombre que solo le pedía escuchar y seguir sus reglas, entrase en razón de que aquello que se proponía hacer no era más que una locura.
            Locura, si, cargada de dolor sin razón. No pensar en el dolor que le provocas a tu familia, a tu hija, a quién dices amar más que a nada, es causar dolor sin razón.
            Aún no llegaba ese día, pero si hubiese sido el de su muerte, su epitafio diría “crónica de una muerte demasiado anunciada”.


14 de julio de 2012
Una tarde en el barrio de Santiago

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