lunes, 9 de enero de 2012

La casa del 730



Había estado en otras casas viejas desde que era muy pequeña, pero ninguna como la del 730. La primera vez que entre, Demián me había llevado después de un paseo nocturno que dimos a la presa en mi coche. Recuerdo que él estaba triste y quería refugiarse en su hogar, al que también, por extraño que parezca, a veces le era aversivo.
Mucho antes, me había contado la historia de su casa, la tía Leonor y María, su hermana, habían vivido ahí hasta sus últimos días. Demián que había sido el sobrino consentido de ambas, pero especialmente de Leonor, había heredado la casa del 730, ubicada en un viejo barrio de la ciudad. La estructura de la vieja casa, al momento en que la conocí, tenía remodeladas algunas habitaciones, en donde Demián había empezado a construir una vida. Ahora pienso que cada habitación de esa casa cuenta fragmentos de historias de quienes hemos estado ahí.
Tengo que confesar que desde que entré el lugar me encantó. Esa extraña fascinación por lo histórico, por lo viejo, bien podría valerme el calificativo de anticuaria. Lo cierto es que la casa, lejos de extraña me pareció familiar.
Era una casa de grandes dimensiones, que seguramente estuvo contigua a algunas huertas. El patio trasero evidenciaba mis suposiciones; en él, Demián había sembrado cada centímetro de pasto a manera de terapia, era en verdad el trabajo de alguien que con esmero y dolor había dejado rastros de un anhelo cargado de ensueños. Cuando a veces lo descuidaba, el pasto llegaba a crecer hasta quince centímetros de alto del nivel del suelo.
A veces, cuando salíamos por alguna cosa al jardín trasero, Demián se acercaba a cada árbol o mata para decirme qué era, quién se lo había dado o por qué lo había sembrado. Me gustaba escucharlo tanto, él ha sido la única persona que he conocido que tenga la sensibilidad de darle a cada una de esas plantas un valor incalculado. Alguna vez me tiré entre ellas a llorar y mirar estrellas.
Tengo recuerdos muy nítidos de esa casa. La entrada grande, tenía una puerta de manera rígida que se aseguraba con cerrojos de fierro. Al entrar podía verse hacia el fondo un pasillo largo que formaba el pórtico, entre el jardín del centro y las habitaciones. Aquello era un casco de una antigua troje, los arcos, las columnas, las tomas de agua y los espacios habían estado dispuestos para albergar, en algún momento las cosechas. Demián había acondicionado la habitación contigua a la entrada como recibidor y las subsiguientes, donde se encontraban una pequeña cocina, un servicio y su habitación, la restante, que cerraba en vértice el pasillo con arcos, era la vieja cocina de Leonor. Fue lo primero que quise conocer.
La cocina de Leonor aún olía a leña cuando la conocí. La habitación estaba deteriorada, pero contaba aún con la vieja chimenea y la estructura de la estufa de carbón, un techo sostenido por vigas que estaba aún en su lugar. Aquél sitio me recordaba a la cocina de mi abuela, que se encontraba afuera de la casa principal y estaba rodeada de paredes de carrizo, grandes ollas de barro y leña, donde muchas mañanas preparó para mis hermanos y para mi gorditas y frijoles de la olla para desayunar.
Mientras la observaba, Demián me contaba que había pensado tumbarla, para construir una nueva habitación ahí, no pude evitar pedirle que no lo hiciera. Aquello que tenía ahí constituía un legado no solo para la memoria de su familia, sino para la de alguien que, como yo, fuera aficionada de los viejos edificios y las historias que estos albergan. Más bien, traté de persuadirlo para que se quedará con ella. Lo hizo. Ahora, la cocina de Leonor está cubierta con trozos de azulejo y talavera azul y amarillo y esta acondicionada como un pequeño estudio donde Demián ha dispuesto sus libros cerca de la chimenea.
La habitación que era contigua a la vieja cocina, era quizá, la que encerraba mayores misterios para mi. Era una habitación muy especial, la que con más esmero Demián había reconstruido, y que en esos momentos se encontraba con una cama y un armario medio solo, lleno de recuerdos. Un día llegué, Demián había vaciado uno de lo cajones del armario en medio del jardín central de la casa y haciendo honor a su nombre, quemaba demonios entre hojas, papeles y fotografías. Yo solo observaba, de entre las cosas sacó una pequeña credencial con su fotografía, tendría apenas once años, y me la dió –“es de cuando aún yo no era malo”- recuerdo sus palabras. Aún conservo la pequeña credencial como un tesoro.
En los meses subsecuentes, cada visita a la casa, Demián disponía de los objetos en un nuevo lugar, los sustituía y desechaba, quería acabar con algo. Yo solía sentarme en una de las bancas que se encontraban en el pórtico, a un costado de un cruz de gran tamaño enclavada en la pared, que en ocasiones Demián ataviaba con una rosa. Otras veces me sentaba en la esquina del remate de un arco, en un banquito de madera de tres patas, a observar, entre trago y trago, a Demián en el juego de su casa.
Demián me contaba sus planes de reconstruir la casa, de hacer otras habitaciones en la parte trasera. Antes de separarnos, una parte de esta construcción fue concluida. El día que estrenamos la habitación Demián compró un vino y llevo dos copas, veíamos hacia el jardín a través del cancel, recostados en un colchón, aún había pocos objetos en la recámara, y escuchábamos la algarabía de los vecinos que tenían una fiesta. Esa tarde Demián estaba molesto con ellos.
Podría contar muchas de las cosas que viví en esa casa, pero por ahora prefiero rescatar solo aquellas que en la memoria he guardado por alguna razón de manera más acuciosa. Como por ejemplo, los ruidos y extraños sucesos que ocurrían en la noches. Demián decía que su tía siempre estaba con él, yo siempre le creí, en la casa siempre me sentí acompañada por alguien más.
Aún recuerdo el olor a albaca de la casa del 730, el olor a tierra mojada de un día de verano.