Había
días en que la brisa agitaba con fuerza a las palmeras que se encontraban en el
jardín de atrás. Algunas ocasiones los pájaros arribaban en ellas y se les
podía escuchar cantar hasta tarde.
Me encontraba en el interior de la
recámara que daba al jardín. Acostumbraba a tirarme a su lado: él, en el sillón
frente al televisor, de vez en cuando intercambiaba palabras. Los últimos días
parecía que ya no podía soportarlo más. Su sola existencia le era demasiada.
Nada lo ilusionaba, nada lo hacía sonreír y a donde quiera que fuere, todos, de
alguna manera eran sus enemigos o sus paleros con lástima. Quizá en realidad les
fuera antipático a algunos, pero a veces creo que se anticipaba a interpretar
sus acciones en contrario o en miras de afectarlo.
Me había buscado a medio día para
hacerle compañía, como de costumbre, llegué y me tire a su lado. Bebía whisky y
disfrutaba de su cinta favorita. Me invitó una bebida y con la mirada perdida, reafirmo su deseo de muerte. Ya no me era
raro, y confieso que ese deseo de morir era latente desde que lo había
conocido. Pero en esta ocasión algo había cambiado, el ambiente era turbio, lo
sentía pesado, como esas veces que sientes que un agujero en el vacío succiona
tu energía, te roba el espíritu.
Un día antes Natalia le había
contado de su nuevo amor. Ver que le afectaba tanto me llenaba de coraje, ¿por
qué la quería? Estaba segura que su deseo de muerte era por esa causa. ¿Le
importaba más que ella estuviera con otro y el dolor que eso le causaba que la
vida de su hija marcada por el suceso de su muerte? Parece ser que sí.
Nunca comprenderé a los hombres, lo
digo, porque a mi padre parecía afectarle igual, la diferencia es que él no
buscaba morir. Ahora intentaba reparar el daño, tuvo que perderlo todo para
encontrarse.
Esa tarde su rostro pálido y
desencajado, se descomponía a cada palabra enunciada. Me irritaba saber que
estaba así por ella, era frustrante, el simple hecho de saberlo me enardecía.
Pensar que estaba movido a la muerte por el abandono de una mujer me parecía
injustificable.
Sin escuchar razones, pues la
evasiva siempre fue su escudo, me pidió que esperara a que su hermano llegará
pues quería decirle qué hacer al momento de su muerte.
José se mostraba incrédulo y
enojado, le molestaba la actitud de su hermano. Pero sé que en el fondo, sentía
una desesperación terrible de no saber qué hacer para que aquél hombre que solo
le pedía escuchar y seguir sus reglas, entrase en razón de que aquello que se
proponía hacer no era más que una locura.
Locura, si, cargada de dolor sin
razón. No pensar en el dolor que le provocas a tu familia, a tu hija, a quién
dices amar más que a nada, es causar dolor sin razón.
Aún no llegaba ese día, pero si
hubiese sido el de su muerte, su epitafio diría “crónica de una muerte
demasiado anunciada”.
14 de julio de 2012
Una tarde en el barrio
de Santiago